Algunas de las primeras palabras a las que dio cobijo en sus textos eran verbos, sucios y desvencijados, otras eran nombres propios, que lloraban tras haber sido abandonados por sus dueños. Continuó coleccionando adjetivos, embargados por la locura, y adverbios y determinantes atenazados por el frío. Recogió tantas palabras como pudo y las cuidó, las bañó en tinta y, en ocasiones, les añadió algún color. Las dejó jugar en los patios de sus relatos, como hacen los niños en los recreos. Hasta que un día se dio cuenta de que las palabras se atraen y se unen entre ellas, y que eso es lo que hace que brillen como tales. Entonces, a pesar de amarlas con cierto egoísmo de autora, decidió dejarlas crecer más allá de sus libretas de papel.